sábado, 15 de junio de 2013

PADRE LUIS RUIZ EN MARÍA VISIÓN
EL PADRE LUIS RUIZ TIENE EN LA ACTUALIDAD 81 AÑOS,.
ES HERMOSO VER COMO LA GRACIA DE DIOS QUITA AÑOS.... Y MANTIENE LA ALEGRIA DE VIVIR.

FELICIDADES PADRE LUIZ, DESDE CÁDIZ.

NUESTRAS AMIGAS LAS VIRTUDES



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TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA VIDA EN EL ESPÍRITU
CAPÍTULO PRIMERO
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
ARTÍCULO 7
LAS VIRTUDES
1803 “Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4, 8).
La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas.
«El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios» (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio  1).
I. Las virtudes humanas
1804 Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.
Las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino.
Distinción de las virtudes cardinales
1805 Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama “cardinales”; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. “¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza” (Sb 8, 7). Bajo otros nombres, estas virtudes son alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.
1806 La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios para daros a la oración” (1 P 4, 7). La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe santo Tomás (Summa theologiae, 2-2, q. 47, a. 2, sed contra), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.
1807 La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. “Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo” (Lv 19, 15). “Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo” (Col4, 1).
1808 La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. “Mi fuerza y mi cántico es el Señor” (Sal 118, 14). “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
1809 La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (cf Si 5,2; 37, 27-31). La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: “No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena” (Si18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada “moderación” o “sobriedad”. Debemos “vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente” (Tt 2, 12).
«Nada hay para el sumo bien como amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. [...] lo cual preserva de la corrupción y de la impureza del amor, que es los propio de la templanza; lo que le hace invencible a todas las incomodidades, que es lo propio de la fortaleza; lo que le hace renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia, y, finalmente, lo que le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse engañar subrepticiamente por la mentira y la falacia, lo que es propio de la prudencia» (San Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae, 1, 25, 46).
Las virtudes y la gracia
1810 Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas.
1811 Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.
II. Las virtudes teologales
1812 Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.
1813 Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13).
La fe
1814 La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo [...] vivirá por la fe” (Rm 1, 17). La fe viva “actúa por la caridad” (Ga 5, 6).
1815 El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Concilio de Trento: DS 1545). Pero, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.
1816 El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos [...] vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo [...] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt10, 32-33).
La esperanza
1817. La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb10,23).  “El Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).
1818 La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.
1819 La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17, 4-8; 22, 1-18). “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).
1820 La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, que penetra... “a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.
1821 Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” (cf Mt 10, 22; cf Concilio de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres [...] se salven” (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:
«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)
La caridad
1822 La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.
1823 Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).
1824 Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10; cf Mt 22, 40; Rm 13, 8-10).
1825 Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45).
El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).
1826 Si no tengo caridad —dice también el apóstol— “nada soy...”. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma... si no tengo caridad, “nada me aprovecha” (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).
1827 El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.
1828 La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19):
«O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda [...] y entonces estamos en la disposición de hijos» (San Basilio Magno,Regulae fusius tractatae prol. 3).
1829 La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:
«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).
III. Dones y frutos del Espíritu Santo
1830 La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.
1831 Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.
«Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana» (Sal 143,10).
«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios [...] Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 14.17)
1832 Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad” (Ga 5,22-23, vulg.).
Resumen
1833 La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien.
1834 Las virtudes humanas son disposiciones estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Pueden agruparse en torno a cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
1835 La prudencia dispone la razón práctica para discernir, en toda circunstancia, nuestro verdadero bien y elegir los medios justos para realizarlo.
1836 La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.
1837 La fortaleza asegura, en las dificultades, la firmeza y la constancia en la práctica del bien.
1838 La templanza modera la atracción hacia los placeres sensibles y procura la moderación en el uso de los bienes creados.
1839 Las virtudes morales crecen mediante la educación, mediante actos deliberados y con el esfuerzo perseverante. La gracia divina las purifica y las eleva.
1840 Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por Él mismo.
1841 Las virtudes teologales son tres: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13). Informan y vivifican todas las virtudes morales.
1842 Por la fe creemos en Dios y creemos todo lo que Él nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe.
1843 Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la vida eterna y las gracias para merecerla.
1844 Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Es el “vínculo de la perfección” (Col 3, 14) y la forma de todas las virtudes.
1845 Los siete dones del Espíritu Santo concedidos a los cristianos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.


FUENTE:          VATICAN.VA                
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

lunes, 10 de junio de 2013



TEXTOS DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA SOBRE EL ESPÍRITU SANTO





¿Quién es el Espíritu?
La Sagrada Escritura, el Magisterio de los Papas, de los Obispos y la experiencia de los santos de la Iglesia, nos dicen con diversos lenguajes que el Espíritu Santo es Dios como el Padre y como el Hijo. (CIC, 685). Es el lazo de unión entre ellos. Es el Amor increado que procede del Padre y del Hijo. Es la fecundidad y la Vida de Dios en la misma Trinidad. Es la santidad de Dios. Es la "emanación" constante de Dios en sí mismo. Es "el alma" del Padre y del Hijo. Es su voluntad. Es la "fecundación" divina de Dios que no ha tenido inicio ni tendrá fin.
La fecundación de Dios en sí mismo tiene su "origen" en la insondable perfección del Amor divino que, sin tener principio ni crecer, (pues es infinito), "genera" en Dios todas sus perfecciones eternas. El Espíritu Santo es la felicidad misma de Dios que "produce" y "renueva" todas las bellezas y los bienes divinos por toda la eternidad.
Todos los atributos del Ser divino son "emanados" por el Espíritu Santo pues, la sustancia de Dios es Amor, y el Espiritu Santo es el Amor personal de la Trinidad Santa. (cf. Concepción Cabrera de Armida, Diario Espiritual. Tomo 7, pp. 301-302, Inédito.)
El Espíritu Santo es el primer Don o Regalo de Jesús resucitado a los creyentes. Por eso es la fuente de todos los tesoros de la Gracia divina con los que somos divinizados. Los Sacramentos son la forma principal, (aunque no la única), con la cual su acción transformadora y santificadora se hace presente.
El Espíritu Santo es el constructor de la Comunidad de creyentes en Jesús. En cada sacramento imprime en nosotros algún rasgo que nos asemeja a Cristo. La Eucaristía es la obra maestra del Espíritu Santo pues en ella hace presente el mismo Sacrificio de la Cruz y de la Resurrección de Cristo.
Pablo VI habla de un modo espléndido del Espíritu Santo como alma de la Iglesia: “El Espíritu Santo es el animador y santificador de la Iglesia, su aliento divino, el viento de sus velas, su principio unificador, su apoyo y su consolador, su fuente de carismas, su paz y su gozo, su premio y preludio de la vida bienaventurada y eterna. La Iglesia necesita su perenne Pentecostés; necesita fuego en el corazón, palabras en los labios, profecía en la mirada”.


¿Cómo actúa el Espíritu Santo?
El Espíritu Santo ha realizado en María santísima el prodigio de la Encarnación del Verbo de Dios en nuestra humanidad. Con su poder le ha dado "el vestido" humano a Dios. Durante toda la vida de Jesús, Él fue su Guía y su Director que lo impulsaba a hacer la voluntad del Padre, a ayunar en el desierto, a orar, a evangelizar, a curar a los enfermos. Movido por el Espíritu, Jesús realizó una obra más grande que la primera creación: la re-generación de la humanidad mediante el ofrecimiento al Padre de su vida en oblación perfumada por una confianza infinita.
En los creyentes, el Espíritu Santo realiza lo mismo que hizo en Jesús: nos hace tener la experiencia de que somos hijos amados por Dios y suscita nuestra respuesta llena de confianza, de amor y de agradecimiento que nos hace exclamar: "Oh Dios, tú eres mi amado papacito, (Abbá) que me amas con amor eterno!" (cf. Rm 8, 15).
El Espíritu Santo vive en nosotros como el alma de nuestra alma y nos atrae con delicadeza para vivir de día y de noche con los mismos sentimientos, deseos, intenciones y anhelos de Jesús resucitado. Nos hace creaturas nuevas que viven bajo su acción transformadora. Por eso, aceptar ser conducidos por sus inspiraciones nos lleva a glorificarlo y a obedecerlo como hizo Jesús. La fidelidad a sus inspiraciones que nos conducen, hace que seamos convertidos en hijos de Dios. (cf. Rm 8,14).

¿Cómo nos da la Salud divina el Espíritu Santo?
En estos tiempos que se habla de epidemias y de enfermedades contagiosas, el Espíritu Santo es como el "experto medico divino" que nos inyecta la medicina de su caridad en nuestras venas para contrarrestar los "virus" de nuestras tendencias negativas que nos llevan a enfermarnos y hacen morir la caridad divina. Su acción terapéutica consiste en fortalecer un nuevo "sistema inmunitario" que es capaz de crear los "anticuerpos" que nos defienden de las agresiones invisibles del mal, del pecado y del demonio que quieren nuestra perdición o muerte eterna.
Por un lado, la acción defensiva de su gracia dispone nuestra voluntad para que nos alejemos de los peligros por medio de una percepción clara del error y del mal. Por otro lado, su acción curativa nos hace desear y realizar lo que Dios quiere para nosotros: la Salud eterna, la Vida abundante, la Vida de Dios en nosotros!
En el Nuevo Testamento la palabra griega que se usa para decir "Vida" no es "bios" que sirve para definir la vida biologica, sino "zoé" que tiene la acepción de Vida divina. Jesús dice que sus palabras son "pneuma kai zoé". Son Espíritu y Vida. Esta Vida de Dios es la que "el terapeuta divino" nos infunde cuando nos saca de nuestro aislamiento, de nuestras depresiones y de todas las oscuridades mediante las "antidepresivos" que son sus Dones. Con la "dieta" del alimento del Cuerpo y la Sangre de Jesús genera en nuestro organismo espiritual aquel "refuerzo inmunitario" que se manifiesta como fuerza, virtud, potencia para combatir los agentes patógenos que, con violencia y con terror, intentan enfermarnos. Sus medios preventivos y curativos son las "vitaminas" y las "enzimas" que ayudan a que nuestro metabolismo pueda asimilar y realizar con alegría lo que Dios nos manda.
Pero, hay algo más grande todavía. El Espíritu Santo nos purifica y contrarresta nuestras enfermedades "espirituales" con un verdadero y propio transplante de nuestro corazón de piedra con el Corazón de Cristo. Por si no bastara, realiza no solo la diálisis sino una completa transfusión de nuestra sangre debilitada por haber contraído la "inmunodeficiencia adquirida".
Gracias a que la misma Sangre de Cristo circula ahora por nuestras venas, el Espíritu Santo realiza en nosotros algo análogo a lo que hace en la Santa Trinidad: nos diviniza y nos santifica, pues su ser es creador y transformador. En Dios esta acción es "naturalmente divina" mientras que en relación a nosotros es "sobrenatural, gratuita y participada" por medio de la caridad que ha sido derramada en nuestros corazones. (cf. Rm 5, 5).


¿Cómo percibir y seguir la voz del Espíritu Santo?
El Espíritu Santo viene a curarnos de nuestras enfermedades que tienen su origen en nuestra dificultad natural para escuchar el susurro de su tenue voz. (Sordera). Sus "recetas" o inspiraciones resuenan y se escuchan sobre todo en la Palabra de Dios y en la oración, pues toda la Palabra de Dios ha sido inspirada por Él. Aunque el ruido de nuestros hábitos negativos, (vicios o tendencias de la carne), nos impiden percibir la dulce música sinfónica del espíritu, el Espíritu Santo nos enseña a orar y nos atrae hacia el bien con sus insinuaciones silenciosas en el ámbito de nuestra conciencia.
Para darnos "el tratamiento" que nos re-habilite para escuchar y realizar la Voluntad de Dios, (que consiste en amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas y a nuestro prójimo con la misma caridad de Jesús), el Espíritu Santo nos hace oír un vivo deseo de vivir según los criterios de Jesús y de poner en práctica su Palabra. Esta es la grande "sanación interior" o sabiduría que Dios quiso revelar a los sencillos y ocultar a los sabios de este mundo. Los creyentes en Jesucristo resucitado le pertenecemos no solo porque fuimos bautizados y confirmados, sino porque sentimos como un imperativo interno el deseo de obedecer a su Palabra por amor y no por miedo.
La Sabiduría, la Ciencia, la Inteligencia, el Consejo y tantos otros Dones del Espíritu Santo, son como voces interiores que nos impulsan desde dentro a realizar la voluntad de Dios que consiste en nuestra santificación. Cuando uno es esclavo obedece por un motivo impuesto de manera coactiva y externa pues está sometido a un deber que, si no es cumplido, viene castigado. En cambio, el Espíritu Santo nos da la libertad de los Hijos de Dios que aman a Dios y aman su voluntad no por el temor, ni por el deber, ni por miedo al castigo, etc., sino por una afinidad o "tendencia sobrenatural" que nos orienta a amar lo que Dios nos promete y a creer con certeza absoluta que su ayuda y su asistencia será contínua e indefectible.
Por fortuna, el Espíritu Santo no se limita a sugerirnos qué hay que hacer, sino que también nos da la capacidad de hacer el bien y evitar el mal. El himno Veni creator lo dice en los versos: "mentes tuórum vísita, imple supérna grátia quae tu creásti pectora", infunde amor en los corazones y conforta sin cesar nuestra fragilidad. "Ductóre sic te praévio vitémus omne nóxium": contigo como guía evitaremos todo mal.
Cuando llega el felíz día en que finalmente aceptamos que Jesús es nuestro único Señor, somos llenados con una nueva efusión del Espíritu Santo y nos sentimos liberados de todas las condenas y culpas para gozar de la libertad de los hijos de Dios.
Por eso, si queremos salir de este tiempo de crisis, es imperativo creer en el Amor del Padre que nos ha amado en Jesús. Si consagramos de nuevo nuestra vida al señorío de Jesús, entonces Él nos dará una nueva experiencia de la anchura y la altura, de la profundidad y de la extensión ilimitada del poder de su Espíritu Santo. A su vez, nuestro médico divino, el Espíritu Santo, nos dará el tratamiento terapéutico adecuado para superar nuestra sordera espiritual, nuestra "inmunodeficiencia espiritual adquirida" y todas aquellas "enfermedades del espíritu" que, silenciosamente o con violencia y prepotencia, nos impiden entrar en la armonía producida por la fe y la confianza ilimitadas en la Palabra de Dios.
Recordemos que "el hombre animal o psíquico no comprende las cosas del Espíritu" y que igualmente, sin el Espíritu Santo los mandamientos de Dios son cargas pesadas imposibles de llevar. "Sin el Espíritu Santo Dios está lejos, Cristo está en el pasado, el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, una simple organización; la autoridad, una dominación; la misión es propaganda; el culto, una evocación, y el obrar cristiano, una moral de esclavos. Pero en Él... Cristo resucitado está aquí, el Evangelio es fuerza de vida, la Iglesia quiere decir comunión trinitaria, la autoridad es un servicio liberador, la misión es un Pentecostés, la liturgia es memorial y anticipación, el obrar humano está deificado”. (Ignazio Hazim).

¿Cómo ser dóciles al Espíritu Santo?
Para ser transformados en hijos de Dios, el Espíritu Santo nos ha regalado el Amor de Dios manifestado en Jesucristo, Señor nuestro. (cf. Rm 8, 39). Nos ha invitado a pertenecer al Reino de Dios. Este Reino no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo. (cf. Rm 14, 17).
El Espíritu Santo nos regala la caridad para que los hijos de Dios seamos dóciles a su acción unificante en la fraternidad. Dios quiere que tengamos vida abundante y eterna y que seamos capaces de establececer relaciones humanas sanas, libres, llenas de armonía, solidaridad, justicia, benevolencia, servicio, alegría, paciencia, generosidad, etc. (1Cor, 13, 1-13).
El Espíritu Santo nos hace sentir una seguridad interior de ser amados a tal punto que, las tendencias del "hombre viejo" son expulsadas por la confianza más que por el miedo. Es como si sus "vacunas de amor" provocaran una aversión interior (hoy diríamos alergia), al odio, a la envidia, a los celos, a las discordias, a las rencillas y a toda clase de desordenes que nos envilecen. (cf Gal 5,19-25).
El Espíritu Santo nos transforma en Cristo también por medio del odio al mal, por la penitencia, por la limosna y por la compasión hacia el hombre caído en el error y en el pecado. El Espíritu Santo nos hace solidarios con nuestra humanidad que sufre porque "fue asaltada por los ladrones", pero tambien nos hace probar el dolor de Cristo, sus dolores internos provocados por nosotros sus hermanos "malhechores, homicidas, idólatras, infieles, injustos, sacrílegos, ateos, vengativos, hipócritas, avaros, traidores, orgullosos, soberbios e indiferentes, etc.", que con nuestra ingratitud, nuestra desconfianza y nuestra dureza, entristecemos al Espíritu y caemos en el serio riesgo de perder definitivamente la vida eterna conquistada con su Sangre preciosa...
Para consolar al Corazón de Cristo, el Espíritu Santo nos da un corazón lleno de misericordia sacerdotal, (tal como es el Corazón de Jesús), capaz de vencer el mal con el bien y el error con la verdad. Por eso, con sus sentimientos propios de un sacerdote capaz de compadecerse de nosotros, suscita en nosotros la oración solidaria de intercesión que pide con insistencia la salvación de todos los hombres, sean ellos/ellas "justos o pecadores, crucificados o crucificadores, víctimas o verdugos"...(cf. Lc 15,7; Mt 5,43-48; 6,14)
El Espíritu Santo nos llama así a reproducir en manera supletiva las virtudes que faltan en nuestro mundo y en nuestra Iglesia. Con amor y solo por amor infunde su caridad oblativa que nos hace vivir la fidelidad en favor de aquellos que no la viven; nos impulsa a santificar cada acción para suplir la falta de santidad de los consagrados, de los sacerdotes o de los laicos, etc. (cf. Mt 7,7-11)
El Espíritu Santo nos conduce a ofrecerle nuestro cuerpo y nuestra sangre como una humanidad extensiva a la sagrada Humanidad de Cristo para que sea el mismo Jesús a vivir en cada uno de nosotros su misma mansedumbre, su misma humildad, su generosidad y todas sus virtudes que continúan a salvar hoy a México, al mundo y a la Iglesia. La salvación del mundo no llegará en una forma mágica ni por un decreto legal ni por alguna acción externa o impositiva.
La "sanación-santificación" de nuestro mundo se hará presente a través de la humildad de Cristo que continuará a salvarnos mediante el grano de trigo que cae en tierra para morir y dar fruto, es decir mediante la purificación que nos hará morir a todo lo que no nos deja vivir la vida de Dios. Esta es la misión del Espíritu Santo: generar nuestra sanación espiritual y nuestra santificación personal en modo no aislado o individualista sino en manera común y solidaria: eclesial.
"Jesús Salvador de los Hombres, sálvalos, sálvalos" es el grito que suplica al Amor de Dios que nos dé su luz y su fuerza a cada uno de nosotros para que trabajemos con tesón hacia la transformación de nuestra Cultura de la muerte en una Civilización del Amor, aunque este empeño implique pagarlo con la vida misma!

¿Podemos entristecer al Espíritu Santo?
En alguna medida todos hemos desobedecido al Espíritu Santo pues somos frágiles. La única persona que no lo ha hecho es la Vírgen María pues, Dios la preservó desde su Concepción inmaculada de las consecuencias del pecado que sufre todo el resto de la humanidad. Nuestro Dios sabe que nos pueden llegar momentos de desaliento, de flaqueza y de cansancio, pero nos advierte que si abusamos de la misericordia de Dios, podemos llegar al extremo de "pecar contra el Espíritu Santo", que es una condición terriblemente dañosa pues consiste en el rechazo libre y voluntario de las innumerables exhortaciones a la conversión. (cf.Lc 12,10; Mc 3,28)
Vivir una vida desordenada y lejana de los sacramentos es la vía descendiente que nos conduce al odio, a la soberbia, a la indiferencia, a la desconfianza, a la malicia, a la ruinidad, a la infidelidad y a la dureza de juicio. Este camino desemboca tarde o temprano en la obstinación en el mal y en la impenitencia final. Dios nos quiere librar de estos males que ya, desde esta vida, hacen entrar el infierno en nosotros y por eso nos llama y nos atrae con la Cruz, con la Gracia, con el Amor y con tantos medios hacia la perseverancia, la oración, la penitencia, la caridad, el perdón, etc. (cf. Concepción Cabrera de Armida, De las Virtudes y los Vicios, Concar A.C., México 1976.)





PROMOVIDO POR EL GRUPO ESPIRITUALIDAD DE LA CRUZ – CÁDIZ.