lunes, 3 de septiembre de 2012





CRISTO SACERDOTE
Jesús tuvo que asemejarse a sus hermanos para llegar a ser Sumo Sacerdote misericordioso y digno de confianza en las cosas de Dios, capaz de obtener el perdón de los pecados del pueblo”. Heb. 2,17-18
Jesús llegó a ser Sumo Sacerdote por medio de sus sufrimientos y de su muerte, ofrecidos con obediencia filial y solidaridad fraterna.
En el Misterio Pascual de Cristo, la aceptación completa de la solidaridad humana ha realizado efectivamente lo que los ritos de consagración sacerdotal, por medio de separaciones, se esforzaban en vano en obtener, esto es, la elevación del hombre a Dios, la unión de la naturaleza humana con Dios. Este misterio tiene, por tanto, un pleno valor de consagración sacerdotal. La gloria de Cristo resucitado ha sido reconocida como gloria sacerdotal.
La actitud generosa de Jesús mediador fue la de acoger plenamente la solidaridad humana. El sufrimiento humano existía; la muerte, el pecado, existían. Jesús descendió hasta el fondo de esta miseria introduciendo allí su amor y trazando así una vía de salvación. Hizo del sufrimiento y de la muerte una ocasión de amor extremo. Trazó la vía de la Nueva Alianza, la vía de comunión con Dios recuperada para nosotros pecadores.
Card. Albert Vanhoye: “Acojamos a Cristo nuestro Sumo Sacerdote” Pag. 39‐40
“Si soy Redentor, soy también, por este mismo hecho, el Mediador supremo entre los hombres y la Trinidad, entre la Trinidad y los hombres.
¡Qué dicha para los hombres tener un Dios hombre!, a un Corazón de hombre‐Dios, que lleva sus mismas entrañas de amor. ¿Qué haría la humanidad, si el Verbo no hubiera tomado su carne misma?
Sólo por esta ligación del Verbo con el hombre, tiene el hombre derecho al cielo. Sólo por el Verbo hecho carne, tienen valor sobrenatural los actos. Sólo por el Verbo hecho carne, tienen vida en abundancia la mortal y la eterna; tienen verdadera vida las almas, porque Yo soy la Vida. En Mí está la Vida verdadera, la Luz indeficiente, la Verdad infalible. En Mí está todo, porque soy el lazo divino que une la tierra con el cielo.”
Cuenta de Conciencia Tomo 52,147. 24 de Junio de 1928
“Cierto que soy Dios, pero también soy hombre, y quise cargar las miserias del hombre para expiarlas; quise sentir como el hombre y llorar como el hombre, y estremecerme con las mismas penas y gozos del hombre. Así es que aunque esté en el cielo, sé agradecer, sé sentir y conmoverme, porque la sensibilidad del hombre, afinada y divinizada, la llevo Yo en mi alma, en mi corazón, en todo mi Ser.
Al tomar la naturaleza humana, tomé el amor al hombre, por llevar la sangre del hombre, la fraternidad con el hombre; y conjuntas las dos naturalezas, la divina y la humana, divinicé, con el contacto del Verbo, al hombre, elevándolo de lo terreno para que aspirara al cielo.
Pero entre todos los hombres, distinguí a los que deberían ser míos, a los sacerdotes otros Yo, que continuaran la misión que me trajo a la tierra, y que fue llevar a mi Padre lo que de Él salió: almas que lo glorificaran eternamente.
Aquí está el secreto de la atracción del sacerdote para con las almas, de la fecundidad de su apostolado, de la comunicación de pureza, de unción, de luz, de virtudes, de lo divino a ellas, porque no es el sacerdote el que vive, sino Yo en él, con todas mis virtudes, carismas y dones, y aun, esplendores eternos de la Trinidad, comunicados.” C.C. 50, 199‐200. 11 de Enero de 1928
CRISTO VÍCTIMA
“No quisiste oblación ni holocaustos...pero me diste un cuerpo...he aquí que
vengo para hacer oh Dios, tu voluntad.” Heb. 10,7.9
La finalidad del sacrificio es cambiar las disposiciones del hombre, no las disposiciones de Dios. Su finalidad es la de “hacer perfecto en la conciencia al oferente”, ofrecer a Dios un corazón purificado y dócil. Hasta que no sea cambiado el corazón del hombre no es posible una auténtica relación con Dios, y por tanto no se hace realidad la finalidad del sacrificio.
Una aspiración religiosa no basta para cambiar la conciencia de un pecador. Para dar al hombre pecador el contacto auténtico con Dios es necesaria una mediación eficaz. El pecador debe ser ayudado por un mediador que no sea él mismo un pecador y que abra la vía a la comunicación con Dios.
Cristo ofreció su propia vida, afrontando los sufrimientos y la muerte en la perfecta obediencia a la voluntad salvífica del Padre y con un amor generosísimo a nosotros los hombres. Su sangre expresa este aspecto de muerte violenta transformada en ofrenda de obediencia filial y de solidaridad fraterna.
Card. Albert Vanhoye: “Acojamos a Cristo nuestro Sumo Sacerdote” Pags. 115‐117
Habla Jesús:
“Yo sabía que iba a morir; que vine a la tierra sólo para santificarla en el amor, y dejar en ella a mi Iglesia, para conducir con mi doctrina única, a la humanidad hacia el cielo.
Todo un Dios, no encontró manera más propia para satisfacer su sed de acercamiento con el hombre, que bajar al mundo como hombre, y quedarse en la Eucaristía como hombre, con corazón y latidos y caricias de hombre, sin dejar de ser Dios.
Y mira qué portento: quiso Dios juntar los polos; la Divinidad con la humanidad culpable, que necesitaba de una carne pura para purificarse, y de un amor divino para divinizarse.
Yo mismo, Dios hombre, perdonaba y expiaba; redimía y premiaba; pero ¡a costa de cuántas penas externas e internas!, ¡a costa de cuántos sacrificios, que han pasado y pasarán desapercibidos para el mundo sensual, y aun para muchos corazones de los míos!
Jesús, Salvador en la tierra, continúa siendo Jesús Salvador en el cielo, presentando ante la Divinidad mi Sangre (en cada Misa sobre todo) y mis méritos, mis llagas, mi amor al hombre, conmoviendo a la Divinidad en favor del hombre.
¡Qué pocos piensan en mi papel de Redentor como hombre Dios, y de Salvador como Dios hombre!
Y pocos se me hacen los siglos, para seguir ofreciendo a la Divinidad ultrajada, los méritos del hombre Dios, adquiridos sobre la tierra, asociando a esas expiaciones voluntarias, los dolores de muchas almas y de muchos cuerpos que, entrando en mi unidad, se sacrifican en la tierra, completando mi Pasión que nunca se completa, porque nunca cesan los pecados del hombre.
C.C. 50, 320‐326. 29 de enero de 1928. 

POR LAS RCSCJ ROBLEDO DE CHABELA. ESPAÑA

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