LA
PRECIOSA SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
(Llegar a amar a Dios como
Dios se ama a Sí mismo)
Al
celebrar este día la Liturgia de la Preciosa Sangre de Nuestro Señor es natural
que pensemos en la Eucaristía. La Eucaristía es el Sacramento del Sacrificio de
Cristo, y es el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Y algo que es
importante para nosotros es esto último: la Eucaristía no es únicamente el
Sacramento que nos entrega los frutos de la Redención, sino que es el mismo
Sacrificio de la Redención. Ya el hecho de obtener las gracias que el Señor nos
mereció en su Sacrificio sería para dejarnos en la admiración y en la gratitud,
pero cuando sabemos que es el mismo Sacrificio, numéricamente el mismo, sólo la
forma sacramental diversa que el Señor entrega a la Iglesia, entonces
consideramos una Iglesia enriquecida con el Don de Jesús en el acto mismo de su
Sacrificio.
Esto
tiene mucha importancia en nuestra vida concreta. Nosotros pasamos generalmente
por dos situaciones: una del orden natural y otra del orden de la gracia. El
hombre siente necesidad en determinados momentos de unirse a su Creador, de
expresar la gratitud, de alabar y de glorificar a Dios; sobre todo —y eso es ya
en el orden sobrenatural— San Juan de la
Cruz nos dice que el alma que verdaderamente va amando a Dios llega un momento
en el que no se contenta con entregar a Dios cualquier amor, sino que quiere
amar a Dios con el mismo amor con el que ella es amada por Él. Es una de las
cumbres más altas de la unión transformante. Es lo que los teólogos llaman “la igualdad de amor” como característica
de la unión profunda del alma con Dios. Los desposorios espirituales, el
matrimonio espiritual, se caracterizan no tanto por la sensibilidad ni siquiera
por una aparición por la que el Señor entregue el anillo al alma y le diga que
va a ser su esposa, sino que se caracteriza por la igualdad de amor, el alma
llega a amar a Dios como Dios la ama.
Más adelante San Juan de la
Cruz dirá: llegar a amar a Dios como Dios ama a Dios. Esta
necesidad también es colmada en nosotros de alguna manera en el momento de la
Eucaristía, porque en nuestra unión con el Sacrificio de Cristo formamos una
sola persona con Jesús, y así podemos amar a Dios como Dios nos ama. Por
eso la imagen de Cristo es la imagen —como
dice San Irineo— del que recapitula toda la historia. Es una “recirculación”
porque todo, absolutamente todo, vuelve —por Cristo— a su origen.
¡Qué grande condescendencia
del amor de Dios que nos permite amarlo como Él nos ama! ¿Cuándo hubiéramos pensado
que era posible amar a Dios por participación, y con el mismo amor con el que
Dios nos ama? Y eso es realidad en el momento de la Eucaristía, porque no
únicamente es el Sacerdocio descendente de Jesús mediante el cual nos llegan
los dones de Dios, sino que es también el Sacerdocio ascendente de Cristo que
hace suyas todas las aspiraciones de la Iglesia, todas las aspiraciones más
nobles que pueda tener el corazón humano. Y ya no digamos únicamente el orden
natural, sino las aspiraciones más nobles que pueda tener el alma transformada
en Cristo.
Nuestra Eucaristía debemos de
considerarla no únicamente como una presencia de Jesús entre nosotros, sino
Jesús en el acto de la Cruz. Nosotros creemos que realmente se está llevando a
cabo en estos momentos el acto redentor de Cristo. Es la forma la que cambia,
pero es el mismo Sacerdote, es la misma vida la que ofrece, y el símbolo del
pan y del vino están orientados a significar y a hacer presente el momento del
Sacrificio.
¡Que
rica es la piedad católica! Algunos de los protestantes bien intencionados,
como hay tantos, hacían esta reflexión: si ustedes los católicos creen en la
Eucaristía de la manera como dicen que se realiza ese misterio, ¿por qué no se
nota tanto la devoción Eucarística? Es un reproche que a todos nosotros nos
queda muy apropiado. Si yo creo en estas
verdades, ¿cómo es mi piedad Eucarística?
Si creo realmente en la actualización del Sacrificio de Jesús. ¿cómo es
de sólida mi alianza con el Señor?
La consecuencia inmediata de
una piedad eucarística, y de una alianza tal como Dios la ha querido es vivir
la caridad: “El cáliz de bendición que
bendecimos, ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo? Y, el pan que
partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque, aun siendo muchos, un
solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan.” (1
Cor. 10. 16-17). Si participamos del único Cuerpo del Señor estamos poniendo
los cimientos más inamovibles para la vida de caridad con el prójimo. Por eso
el Señor se encargó de hacernos ver que una vida litúrgica seria no puede
llevarse a cabo con una frialdad en el orden de la caridad: “Los que coméis el mismo cuerpo del Señor,
sois uno.” Nuestra vida cristiana parte necesariamente del Sacramento del
Bautismo y de la Eucaristía. Los que han estudiado a San Pablo hacen ver que el
apóstol no presenta otra moral sino la que parte de las exigencias del
Sacrificio de Jesús en la Eucaristía y del Sacramento del Bautismo.
Estamos
asistiendo a ese Sacrificio de Jesús por el que llegan a nosotros los bienes de
Dios y, por el cual y en el cual, queremos que suban nuestros anhelos más
nobles con relación a Dios. Yo insistiría en esa igualdad de amor que debemos
anhelar para amar a Dios. Dice San Juan de la Cruz que el alma estará insatisfecha
hasta que no llegue a la igualdad de amor. La igualdad de amor será definitiva
en la visión de Dios, pero ya como una aurora, pues de eso está plena la
comunicación de Dios en la vida espiritual a la que todos estamos llamados.
Digamos al Señor en esta Eucaristía: “Padre,
ya que por mí mismo no puedo amarte con esa igualdad de amor, yo te amo
en Cristo, te amo en el mismo Don que Tú nos has dado para que todos volvamos a
Ti en Cristo Nuestro Señor.” Amén.
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